Los vecinos de los muertos



Texto: Roberto Flores
Fotos: Rodrigo Sura

Hay una lógica simple le sirve a don Mariano Lemus para encontrar serenidad en su casa: los humanos poseen un cuerpo y un alma. Cuando alguien muere el alma se va y queda un cuerpo incapaz de moverse, razonar o asustar. “Hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos” dice don Mariano y su razonamiento, asegura, lo comparten sus vecinos.
Y así es.

Quienes viven en la comunidad están convencidos de que los muertos no asustan y que haber establecido sus casas en un cementerio no conlleva mayor dificultad que la posibilidad de un repentino incremento del número de muertes en la zona.
La comunidad se llama Colinas de Cuscatlán, un montón de casas construidas, la mayoría, de láminas y madera en el costado izquierdo al interior del Cementerio Municipal de Antiguo Cuscatlán, La Libertad. Ahí aproximadamente 300 familias comparten el lugar con cruces y lápidas que, si se contemplan desde la entrada principal, se extienden hasta donde la vista no alcanza.

Lemus, un hombre de 65 años, de manos ásperas, bigote y pelo cano, reservado en palabras, está recostado sobre el marco de la puerta de su vivienda. Se le pide que cuente la historia del lugar y, enseguida, acude a los recuerdos que ha acumulado desde 1975, año en que se mudó a la zona.

Al principio, cuenta, eran alrededor de seis las champas que ya estaban en el lugar. Las circunstancias que lo obligaron a instalarse junto a su anterior esposa en tan inhóspito destino eran las mismas de quienes ya vivían ahí: la pobreza y sus redes los atraparon y el conflicto armado salvadoreño, que por aquel entonces germinaba, los remataba.

Poco a poco se sumaron más familias convirtiendo, mucho después, aquellas seis champas en lo que don Mariano ve ahora al girar la cabeza hacia adentro de la comunidad: casas con agua potable, drenaje de aguas lluvias y aguas negras, luz eléctrica, televisión por cable en una casa (lujo atribuido quizás a las ofertas de las compañías de telecomunicaciones por aumentar el número de consumidores), tiendas y caminos de cemento. Todo gracias a la organización de los vecinos y la ayuda, durante un tiempo, de una organización no gubernamental. Es lo que más destaca Lemus, que desde el principio no tuvieron más compañía que la de los muertos.
Su tono es severo cuando cuenta que en el Consejo Municipal de la Alcaldía de Antiguo Cuscatlán les llaman usurpadores. El apelativo es un insulto para quien asegura que las administraciones anteriores a la alcaldesa Milagro Navas autorizaron, de palabra, su instalación dentro del cementerio. Ahora, don Mariano y la mayoría de sus vecinos, dicen que son atacados en épocas electorales.
Cada tres años, en vísperas de las elecciones municipales -cuentan los vecinos de los muertos- es frecuente que una de las promesas de campaña sea el desalojo de la “comunidad las cruces” (que es uno de los tantos pseudónimos a los que da lugar la relación entre la Comunidad Colinas de Cuscatlán y el cementerio), pues ésta es una molestia para los contribuyentes, además de ser un foco de delincuencia.

José Santos Mejía, vecino de don Mariano y presidente de la directiva de la comunidad, razona sobre el primero de los argumentos anteriores y desmiente el otro. Ha vivido en el lugar 32 de sus 46 años. Es preciso en el diálogo gracias a que se identifica con el interés común de sus vecinos, razón decisiva al elegirlo presidente de la directiva hace diez años.

Dice que la justificación para desatender cualquier explicación de carácter ético, moral o sanitario del por qué no se puede vivir en un cementerio es la pobreza. De ella, se puede verificar fácilmente, son víctimas él y sus vecinos. Ella los obligó a vivir ahí y ahora les impide asumir los gastos que implicaría la mudanza a otro sitio.

Con la alcaldía, dice José, no hay relación más que el diálogo monótono que casualmente entablan con los empleados de la administración municipal del cementerio. En ocasiones cuadrillas de fumigación y vacunación llegan a la comunidad, pero solo sucede en épocas en que las epidemias mueven esfuerzos dentro de la comuna.

De salidas razonables al conflicto no se ha hablado. De hecho José desmiente que hayan accedido a reubicarse, tal como, según él, fue notificado tiempo atrás en los medios de comunicación. Si los mueven del lugar él lo llamará desalojo, con el agravante de que no han ofrecido una alternativa viable para su situación. De presentarse una, comenta, los miembros de la comunidad estarían en la disposición de marcharse.

Sobre que el lugar es foco de delincuencia, José dice que no es cierto y para evitarlo han ejecutado acciones sencillas: impedir que desconocidos se muden al lugar e incentivar el deporte. En ambas cosas José trata de participar activamente. Administra dos equipos de fútbol juvenil, uno femenino y otro masculino, que participan en un torneo local. Por eso, explica, cuando le dicen que una de las razones por las cuales los desalojarían es que de ahí provienen delincuentes, José no duda en desmentir la acusación.

La vida y las tumbas
Apenas una línea de matorrales, mezclados con lápidas y cruces con nombres borrosos, separan las casas del resto de las tumbas. Esa división sirve como para establecer una frontera entre los hogares y el cementerio. Pero ambos convergen a diario. Son comunes la plática rutinaria sentado sobre una tumba y las horas de almuerzo sobre mesas rodeadas de lápidas, frente a una tienda que hace las veces de comedor y cervecería.

El espacio que prestan los angostos caminos entre las casas es poco para que se desarrollen las actividades diarias: un juego infantil, conversaciones de enamorados, cocinar para los hijos, jergas imprudentes, etc. Incluso es insuficiente para formar una familia. La de Marta Alicia López, vecina del lugar desde hace 10 años, lo ejemplifica.

Su casa tiene tres cuartos, cada uno aproximadamente de 2x3 metros. Ahí habitan tres familias: la de ella y su esposo y las de los matrimonios de sus dos hijos mayores, los cuales a su vez la han convertido en abuela. En total nueve personas viven en el reducido espacio. El claustro aquí se combate trabajando (para quienes trabajan) y con las tumbas. En ocasiones, dice Marta, los niños juegan escondelero a altas horas de la noche.

Ella comenta que ha visto muchos entierros y las caras de dolor de quienes pierden a un ser querido. Es duro –asegura- pero somos humanos y debemos de morir algún día. Ella y don Mariano, quien es su vecino, recuerdan que en la época de la guerra fue cuando más muertos veían a diario. Hasta diez cuerpos tenía que esquivar para entrar y salir de la comunidad. Los colocaban en la entrada y se enterraban luego, la mayoría sin identificar.

Hay ocasiones en que se saca provecho económico a la celebración del 2 de noviembre, Día de los Difuntos. En el último que pasó, varias jóvenes anunciaban a los visitantes almuerzos de carne, arroz y ensalada a la venta en un chalet improvisado. La actividad sirve para financiar uno de los equipos que administra José, el presidente de la directiva.

Ese mismo día María Guadalupe Rodríguez, con más de cuarenta años enflorando el 2 de noviembre, visita las tumbas de sus seres queridos. Una de ellas, la que enflora, está prácticamente dentro de la comunidad. Es una falta de respeto, dice. Igual piensa Delmy Reyes, que visita los restos de su madre. A ella una señora le ha contado hace un rato que robaron el hierro de la verja de un nicho familiar y que sospecha de los vecinos.

José, asegura que nunca ha escuchado que a alguno de sus vecinos le pongan quejas como las de María y Delmy, pero sin duda las hay.

Hay vida en el Cementerio Municipal de Antiguo Cuscatlán. Gente que ahí duerme, come y se levanta para ir a trabajar. No saben por el momento si serán desalojados o si se prolonga la amistad con sus vecinos. Mientras, conviven con las tumbas, agradeciendo que al menos a ellos aún les queda vida.

Calabiuza: Espectros y dulce.









Fotos y Texto: Iván Hernández

Los muertos salen de sus tumbas, el Cadejo resplandece sus ojos de carbón encendido. La Ciguanaba contorsiona sus largos pechos y despeinada melena, su hijo el Cipitío camina bajo su enorme sombrero. El Padre Sin Cabeza esparce agua bendita, el Gritón de Media Noche danza con la Llorona… a todos les sigue la Carreta Chillona armada de huesos y antorchas, conducida por espectros salvadoreños que claman por un poco de Dulce de Ayote.

Así se celebra el Día de Todos los Santos en Tonacatepeque, todos los 1 de noviembre este Municipio del norte de San Salvador realiza la fiesta de la “Calabiuza” que consiste en un desfile de disfraces de personajes de la mitología salvadoreña y en la repartición de ayote o calabaza en miel.

La municipalidad que ha tomado las riendas de este evento se encarga de la preparación del dulce y de premiar las mejores carrozas y espantos.

La “Calabiuza” se enmarca en dos fechas importantes para el calendario de celebraciones salvadoreñas 31 de octubre y 2 de noviembre. En la primera fecha 31 día de brujas, que según los organizadores la “Calabiuza” no es una extensión de “Hallowen” sino un evento cultural que trata de rescatar la identidad nacional por medio de los personajes mitológicos guanacos que se han transmitidos por generaciones para no apegarse a otros mitos ajenos a los salvadoreños.

Los jicameros, como se les conoce a los originarios de Tonacatepeque y su creativa fiesta de espantos autóctonos y Dulce de Ayote se han convertido en un destino turístico por la riqueza cultural que encierra la “Calabiuza”. El Pie de Foto corriendo los riesgos más allá de “ultra tumba” trae para sus lectores una muestra de imágenes de esta fantasmagórica pero deliciosa expresión cultural.

FITI: Curarse con un poco de Risas.








Fotos: Rodrigo Sura e Iván Hernández

Texto : Rodrigo Sura


Había una vez en un hospital de niños una pareja de médicos poco usuales, que curaban a sus pacientes con sobredosis de alegría, inyecciones sin dolor y pastillas para reír; en donde las cirugías sanan con el corazón.

Se trata de la Valentina y Rimas, dos marionetas de la compañía teatral española Sol y Tierra que parecen cobrar vida en las voces de sus titiriteros, que brindaron una tarde alegre a los niños del Hospital Benjamín Bloom, como parte de una presentación especial en el marco del Festival Internacional de Teatro Infantil, FITI.

Unos 60 niños ingresados en diferentes áreas del hospital disfrutaron por más de una hora de la presentación de marionetas y títeres en la que los menores tuvieron la oportunidad de interactuar con los personajes y olvidarse por un momento del las enfermedades o lesiones que les aquejan.

Pablo Enrique Menjívar, de 9 años, no descuida ni por un instante el show; los vendajes que ocultan sus quemaduras pierden interés al escuchar sus carcajadas. Casi con la misma expresión y a la par de Pablo está Josselin Rivas quien ha sus diez años ha vivido la mayor parte de su vida en una silla de ruedas producto de una parálisis. "Son muy divertidos deberían venir mas seguido" comenta Josselin con mucho agrado.


Así transcurrió la visita inesperada para las niñas y niños del hospital Bloom, que dejaron de lado sus malestares y dolencias a cambio de una tarde diferente, llena de alegría donde una sonrisa inocente se convirtió en la mejor de las medicinas.


Los españoles Sol y Tierra y Divertititres de Argentina fueron los invitados del Festival Internacional de Teatro Infantil (FITI) en El Salvador el recién pasado mes de octubre. El FITI se realiza cada año a la vez de promover la cultura teatral en los niños pretende llegar hasta aquellos quienes no tiene la posibilidad de estar en las butacas, por eso es que el teatro cobra vida en las comunidades y en la historia que acá contamos: en Hospital de Niños.

Los niños disfrutaron y rieron mucho, Y colorín colorado este cuento se ha acabado pero las aventuras y las risas regresan el próximo año.

Teatro Kabuki: estilo y tradición japonesa







Fotos: Rodrigo Sura e Ivàn Hernàndez
Texto: Rodrigo Sura


La sala está repleta, baja la intensidad de la luces y como no queriendo ser vista, una silueta se pasea lentamente simulando el movimiento de sus alas por el escenario que nos transporta a un campo congelado en medio del invierno. Así comienza “Sagimusume” o la garza doncella, una obra en la que una garza encarna a una doncella, quien expresa sus movimientos a través de la actuación y la danza; y con ello también daba inicio uno de los espectáculos culturales más importantes del mundo, el Teatro Kabuki.

La belleza del kabuki fue apreciada por primera vez en El Salvador con dos únicas presentaciones interpretadas por la compañía teatral japonesa Shochiku, en la que se montaron dos muestras diferentes, “Sagimusume” la cual se realiza en un set recreado como si fuese un campo invernal en la que el personaje conocido como “onnagata”, realiza una danza alternada con una serie de transformaciones que se representan con cambios de vestuario.

La segunda muestra fue “Sakkyo” (Danza del león) acto que se realiza en una ambientación que representa un legendario puente de piedra localizado en la cima del monte Seiryo, en China, que cuenta la historia de un aristócrata japonés que renuncio a su vida cotidiana para convertirse en monje y que es reconocido por los “shishi”, una pareja de míticos leones que juguetean y danzan alrededor de las flores; una obra que demuestra mucha fuerza y dinamismo.

Un elemento fundamental del kabuki es la música que por medio del shamisen, instrumento de cuerda como si fuese una guitarra, y el narimono compuesto por percusiones.

Origenes del Teatro Kabuki

Se remonta al año 1603, cuando una mujer llamada Okuni, sacerdotisa del santuario Izumo, comenzó a realizar este nuevo estilo compuesto de danza, canto y actuación en el cauce seco de un río en Kioto. Al demostrar sus habilidades Okuni fue enviada por los sacerdotes a continuar sus presentaciones de baile y canto a cambio de contribuciones económicas o materiales para el santuario. Las actuaciones de Okuni incluyeron parodias humorísticas sobre citas de amantes en diversos establecimientos públicos y las reuniones entre los hombres y las prostitutas. Entre estos y otros bailes y actos, ganó mucha atención y comenzó a reunir a grandes multitudes dondequiera que ella actuara. Eventualmente, fue convocada para volver a al santuario, una llamada que ella ignoró, aunque continuó enviando dinero.

Okuni se retira alrededor del año 1610 para acabar desapareciendo con el tiempo de la vida pública. En 1629, debido a protestas públicas relacionadas con la moral de las menores, prohíbe a las mujeres realizar kabuki. Rápidamente fueron reemplazadas por jóvenes actores de sexo masculino, los cuales fueron también retirados rápidamente por problemas de prostitución y corrupción de la moral, solo permitiendo actuar a hombres mayores, lo que se ha convertido en práctica oficial y ha llegado hasta la actualidad.

Existen varias teorías sobre el año en que murió Okuni, pero ninguna contrastada, se habla de 1613, 1640 o 1658. En noviembre del año 2002, se erigió una estatua en su honor conmemorando los 400 años del kabuki.

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